lunes, 21 de noviembre de 2011

DEVIL EYES (PAUL ROBERTSON, 2006)


La nostalgia, afirma Terrence Malick, es un sentimiento poderoso.

En 1983, Andrey Tarkovsky filma Nostalgia, película que el director dedica a su propia madre, en la que se narra el periplo de un poeta ruso que viaja a Italia siguiendo los pasos de un músico ruso del siglo XVII. Lejos de su país y de su esposa, el protagonista se ve continuamente asaltado por imágenes de su vida pasada, acaso su infancia (probablemente su infancia) en las que aparecen de forma recurrente una mujer (tal vez su madre), una niña, una casa de campo y un hermoso pastor  alemán (también el agua y el sonido de la lluvia). 

En una escena, Andrei, tal es el nombre de nuestro hombre, se echa a dormir sobre un viejo camastro en una habitación vieja, húmeda y de paredes deslucidas. La luz perece y reina la penumbra y el silencio. De la puerta del baño, como si rasgase el velo de los recuerdos y del sueño, emerge, negro y silencioso, un pastor alemán, el mismo que ya hemos mencionado. El animal olfatea a su alrededor y, con paso elástico, se acurruca al pie de la cama, signo inequívoco de servidumbre, fidelidad y cariño hacia su amo, que duerme ajeno a todo. Es una de esas imágenes a las que nos tiene acostumbrados el director. La poesía irrumpe en la cotidiano de forma tan natural, que nos hace pensar que es consustancial a todo aquello que vemos bajo la dudosa luz del sol, y que sólo es necesario estar atento, entornar los ojos y dejarse llevar por el descuido ocasional para captar esos raros momentos de irrealidad a traves de los jirones del velo. En eso y no en otra cosa consiste la poesía.

Nostalgia fue la última película rodada por Tarkovsky bajo la supervisión del régimen comunista. Es más que probable que mientras lo hacía supiera que ya no volvería a pisar su país. Después huyó a Suecia con su pareja. Allí rodó Sacrificio (1986), asistido por el equipo habitual de Ingmar Bergman. Poco después, a la edad de 54 años, falleció de cáncer.

Tarkovsky nunca fue un cineasta expositivo, no se dejó atrapar por la lucha del significado y los delirios y las exigencias de la exégesis. Fue ante todo un cineasta honesto, un artista verdadero y fiel a sus principios, un maldito perfeccionista. Conociendo sus circunstancias, es fácil rastrear el sentido de mucho de lo que se nos muestra (que no "cuenta") en Nostalgia. La película es sobre todo un esfuerzo titánico por recrear el sentimiento que la bautiza. Detrás se presiente el latir de un hombre que añora un lugar que ha dejado de existir para él: el de los recuerdos, el de su pasado, el de sus sentimientos, emociones, miedos (su pesadumbre más oscura: la niña que se aleja, las patas del perro quebrando el reflejo de un charco, el eco apagado de una canción...); pero también el espacio físico que alberga todo lo intangible, lo espiritual (el campo abierto, la casita de madera...).

Es difícil descifrar en qué consiste la nostalgia. Tarkovsky prescinde de las explicaciones y teorías plausibles; en lugar de eso recurre a la emotividad, a la evocación, al lenguaje no verbal, que en cine consiste básicamente en la imagen y, en menor medida, en el uso del sonido (pero también el montaje). El plano final de Nostalgia es memorable, un cuadro que roba el aliento y reproduce con fidelidad hiriente ese espacio al otro lado del velo en el que todos buscamos refugio alguna vez, esa oscuridad en la que nos acurrucamos y nos doblamos sobre nosotros mismos cuando queremos olvidarnos del mundo y de las personas, el último reducto de nuestra identidad.


Plano final de Nostalgia

Ese es un tipo de nostalgia. Existe un segundo tipo, que consiste en añorar aquello que nunca hemos conocido, pero que nos empeñamos en reclamar como si fuera nuestro. Nos sentimos partícipes de esa mescolanza de tristeza y de melancolía y vamos en busca de ella a pecho descubierto. Me parece que el cine de Miyazaki suscita esta emoción con frecuencia, ese algo que oprime el pecho con suavidad y se enrosca serenamente en la garganta. Pienso ante todo en Porco Rosso, y en los títulos de crédito de El castillo de Cagliostro y Laputa, aunque cada uno tendrá aquí su título particular, su escena cuaja de briznas de hierbas mecidas por el viento, de atardeceres reverberando sobre el océano, de nubes de algodón sobre un cielo raso... Acompañadas por las partituras de Joe Hisashi.

Y así llegamos a Paul Robertson y su Devil Eyes. El bueno de Paul (gracias, Isamel, por habérmelo descubierto hace años) es un artista digital que lleva años haciendo las delicias y materializando los sueño húmedos de los frikis de las consolas de la vieja guardia (8, 16 e incluso 32 bits) y de los arcades de toda la vida. Digamos que se ha nutrido de los grandes clásicos del videojuego y, echando mano de sus no escasos conocimientos de la cultura audiovisual nipona, ha realizado varios cortos de animación imitando la vieja estética recreativa ("sprites", "pixels", "scrolls"... Bueno, seguro que los más veteranos lo vais pillando). Así, en sus obras es fácil constatar influencias de títulos tan míticos como Final Fight, Metal Slug, Street Fighter, Parodius, King of Fighters y un largo etcétera de shoot´em up, fight´em up, kill´em all... Todo ello sin contar infinidad de guiños y homenajes de lo más variopinto, desde Pokemon a El gran Lebowski, pasando por Christopher Walken (repito: Christopher Walken).


Videoclip de Robertson para Architecture in Helsinki (buen rollito).

Así que Paul lo mete todo en una coctelera psicotrónica de dos plantas, añade grandes dosis de sangre y vísceras, varias docenas de tetas al aire, música pixelada y marchosa, y un montón de combos, llaves secretas, golpes especiales... Y encima no hay barra de energía... En definitiva, el tipo de videojuego que todos nos morimos de ganas por jugar. Sólo puedo decir que Pirate baby´s cabana battle street fight y King of  4 billion % me han proporcionado varias decenas de orgasmos.


Pirate baby´s cabana battle

Y luego está Devil eyes, que es un paso bastante importante en la trayectoria de Robertson, porque con él pasa de la categoría de "friki-haciendo-cosas-laboriosas-y-monas" a la de artista; sin más.

Volvamos a la dichosa nostalgia. La que el autor nos propone en el título que nos ocupa está más cerca de la que hemos cifrado en el cine de Miyazaki que la del largometraje de Tarkovsky. Tenemos, en primer lugar, una serie de elementos que recrean ese espacio/refugio íntimo del que ya hemos hablado: un paisaje bucólico, una casa en el campo, un atardecer, "animalitos", una cometa mecida por el viento, dos peluches... Por otro lado, está la banda sonora, un tema de Qua que es simplemente soberbio, y que adorna la historia con una potente dosis de dulce y lánguido distanciamiento/extrañamiento, que fortalece y alimenta esa nostalgia.

Devil eyes se mueve, sin embargo, en una dicotomía que termina convirtiéndose en perfecta simbiosis y que es, en realidad, el punto fuerte de esta obra, allí donde reside su encanto, su verdadera esencia, lo que la hace tan especial. Una mezcla explosiva entre la vida y la muerte, la inocencia y la madurez, lo ingenuo y lo perverso, lo alegre y lo triste (pero también, Lo bello y lo triste).

Podríamos analizar cada una de las imágenes y situaciones que pueblan el relato a la luz de los expuesto en el párrafo anterior, pero me basta con comentar la primera aparición de los dos protagonistas. Dos peluches sentados sobre una colina contemplan un paisaje salvaje (imagen que nos anticipa falsamente un relato plácido cargado de ternura y exento de todo peligro y sufrimiento). Lo más llamativo es el hecho de que sean muñecos cosidos, rasgados, maltratados. Esos costurones que destacan en la cabeza y el espumón que escapa por la parte superior del cráneo como si fuera sesos al descubierto contrastan ferozmente con los ojos grandes como platos, los contornos sencillos y redondeados, los colores planos, claros... En suma, la apariencia deliberadamente infantil, naiv, "inofensiva ", de quienes los sufren. Supongo que la imagen consigue evocar sin esfuerzo la idea del maltrato infantil, del sufrimiento del indefenso, del inocente; pero, al mismo tiempo, el comportamiento de los personajes y el desarrollo de la historia desmiente, o más bien complementa, esta primera impresión.



Todo Devil eyes es un continuo vaivén entre estos dos polos opuestos: la nostalgia de lo dulce y el horror de la violencia. La capacidad de aunar estos extremos es su gran baza, la constitución de un éxito sin precedentes y, sobre todo, el testimonio de una sensibilidad diferente, única, incomprensible, compuesta del desgarro y del consuelo al mismo tiempo. Un nuevo y preciado refugio para aquellos que a menudo nos alimentamos de la nostalgia ajena.



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