lunes, 30 de abril de 2007

LA MEDIDA EXACTA DE LA ANIMACIÓN

En la declaración de principios de cartoonclasico, magnífico blog sobre animación que recomiendo encarecidamente, su autor delimita el marco en el que se moverán sus futuras entradas: el cartoon clásico americano, que sitúa entre el primer cortometraje sonoro, Steamboat Willie (1928), y los últimos días del cine de animación de estudio, Huckleberry Hound Show, Hanna-Barbera (1958). Esto me hizo pensar en algo que, en principio, puede parecer evidente, y es que los orígenes del cine de animación están ligados al cortometraje. Comento esto porque existe la tendencia inconsciente entre la mayoría a asociar la animación con el largometraje o con la serie de televisión, como si fueran estos sus formatos más representativos, cuando lo cierto es que resulta ser más bien lo contrario. Las razones del cortometraje como formato inicial de creación/ difusión son más o menos obvias: económicas, de dificultad y laboriosidad, de tiempo y, especialmente, porque tal fue el camino del cine de imagen real en sus inicios, al que el cine de animación está ligado, como constatan los primeros trabajos en este campo, ya sean mediante el stop-motion más primitivo de Meliés o de Segundo de Chomón, el rotoscopio de Dave Fleischer en su serie Out of the inkwell, en la que introducía un personaje animado en un mundo de imagen real, o su reverso, la serie Alicia, creada por un joven Walt Disney, en la que una niña de carne y hueso se desenvolvía en un mundo animado; o los juegos visuales de las vanguardias europeas, valgan Walter Ruttman, Vicky Eggeling o el Ballet mécanique de Fernand Léger.
Alice solves the puzzle (Walt Disney, 1925)
En qué momento el cortometraje pasó a segundo plano, es difícil de precisar. Lo cierto es que hasta finales de los 80/ principio de los 90 ( esto es más una impresión de la memoria que sólo compartirán los de mi generación), los cortos de la Warner o de Hannah Barbera, algo menos los de Disney, eran bastante frecuentes en la televisión española. El Pato Lucas, El Oso Yogi, Don Gato, El Coyote y el Correcaminos, La Hormiga Atómica, Super Ratón, Scooby Doo, Popeye y un largo etcétera dominaban la programación infantil. Es cierto que el anime ya había entrado en nuestras vidas, ya fuera Marco, Heidi, Mazinger, Candy Candy o alguno de los que quedan por citar, pero el verdadero boom del anime en televisión no fue hasta los 90. Hasta ese momento, la animación americana dominaba la pantalla, era un formato mucho más ligero y asequible en todos los sentidos que el de las series japonesas, que no dejaban de verse, en su conjunto, como historias de corte sentimentaloide con una fuerte carga dramática y una trama que se extendía durante decenas de episodios, de más de 20 minutos cada uno, y que obligaban a seguirlos día tras día para no perder el hilo.
Lo cierto es que, desde una perspectiva global, podríamos afirmar que lo que caracteriza la animación televisiva americana frente a la japonesa es el desarrollo de la trama; mientras que en la primera domina la anécdota, que no ofrece ningún tipo de continuidad argumental (cada episodio es una historia aislada, una unidad narrativa autoconclusiva, el desarrollo de una anécdota, más propia de un cortometraje, hasta el formato de la teleserie, de unos 20 minutos; lo que ocurre en un episodio no tiene ningún tipo de repercusión en los siguientes, es más, es como si nunca hubiera ocurrido), en la segunda estamos ante una trama novelesca (probable herencia de la narrativa del manga, o mejor, de Tezuka, ya que, en sus inicios, la mayoría de las series japonesas eran adaptaciones de mangas de éxito) en toda regla que comienza en el primer episodio y continúa desarrollándose y creciendo, de forma más o menos coherente, hasta el último (esto no es del todo cierto, con frecuencia se recurre las historias autoconclusivas al inicio de la serie para familiarizarnos con los personajes y el entorno y luego se pasa a tramas de varios episodios hasta la “traca final” con la que concluye; aunque la verdad es que durante la serie, aunque sea de forma velada, se ha hecho referencia a personajes y hechos que forman parte de la trama global que abarca todos los episodios y que cobra su sentido último en el tramo final. Cowboy Bebop es un buen ejemplo de todo esto). Dejando a un lado otros hechos como que las series japonesas suelen atenerse al formato de 26 o 13 episodios y que no suelen ajustarse a la “temporada” de las americanas (hay excepciones, claro, en ambos lados), la gran diferencia, estriba, a mi parecer, en la memoria, memoria histórica (entendiendo el pasado como lo que ha ocurrido en la serie hasta el capítulo de ese día), si se quiere. Al contrario que los personajes americanos, los japoneses no sólo recuerdan, sino que además actúan en consecuencia porque son conscientes de que sus acciones tendrán consecuencias futuras en el devenir de la trama de la serie. La memoria también tiene que ver con la muerte y con el pathos. Es difícil identificarse con un personaje que no recuerda porque carece de identidad alguna, lo que lo incapacita para sentir la tragedia del destino y de la continuidad causa-efecto, de las consecuencias de cada acción. De alguna manera, está castrado emocionalmente. Esta “amnesia” impide el desarrollo de una trama extensa y, por tanto, de la acción dramática. El personaje no sufre porque no recuerda, eso es la comedia televisiva grosso modo. América escoge la anécdota, el personaje no recuerda, es más, no envejece, no cambia, sabemos que siempre estará ahí, inmune al paso del tiempo (como ya señala Umberto Ecco a propósito de Superman en su archiconocido por estos lares de la cultura popular/ pop Apocalípticos e integrados). Japón escoge el drama, y los personajes no sólo sufren y se desesperan, sino que además cambian, envejecen e incluso mueren, real como la vida misma, de ahí la identificación plena entre el espectador y el personaje, pues aquél es consciente en todo momento de que, tal vez, su alter ego ya no aparezca en el próximo episodio. No me atrevería a decir que esto último es un reflejo de la concepción efímera de la belleza y del mundo, tan presente en el arte y en la filosofía vital de los japoneses, el mono no aware, pero lo dejo ahí por lo que pueda pasar. Por supuesto, esto último es una reducción un tanto simplista, ya que pueden encontrarse numerosas excepciones, pero creo que, en líneas generales, la cosa no va demasiado desencaminada.
Con respecto al tema del formato, lo cierto es que, dejando a un lado la relación entre los orígenes de la animación y el cortometraje, mi reflexión se centra básicamente en dos aspectos: el primero, el hecho de que el cortometraje de animación, que en principio era un medio artístico de difusión popular, esto es, cinematográfica y/o televisiva, ha sido desterrado de estos dos ámbitos de difusión y ha quedado, especialmente en Europa, relegado a un formato de corte experimental, al que sólo se puede acceder, de forma casi exclusiva, a través de festivales de animación (o de la red, claro). Es un producto más adecuado para entendidos que para el gran público, aunque sólo sea por sus vías de acceso. El segundo aspecto consiste en una pregunta muy simple: ¿Cuál es la medida exacta de la animación? Es decir, ¿cuál es el formato ideal, el cortometraje, el largometraje, la serie de televisión, el/ la OVA...? Habrá quien diga que cada formato responde a unas necesidades distintas, que cada uno tiene sus ventajas e inconvenientes, etc. Pero lo cierto es que hay quien se aleja de los relativismos y se decanta por alguno de ellos. Miyazi afirma que el cortometraje es formato ideal porque proporciona una gran libertad creativa y no tiene los inconvenientes del largometraje (de tiempo, económicos, técnicos, comerciales, burocráticos, etc.). Por su parte, Giannalberto Bendazzi, en su 110 años de cine de animación, escribe: “(...) los animadores, producen, ante todo, cortometrajes”, y más adelante afirma: “los largometrajes de animación no suelen tener grandes cualidades artísticas”. Por último: “Las series animadas de televisión deben analizarse en el marco de la historia y de la teoría de este medio y están , por tanto, excluidas casi por completo de este trabajo”, es decir, que no se las considera cine de animación propiamente dicho. Mi opinión coincide con lo expuesto, creo que el cortometraje es el formato ideal para el cine de animación, ya que permite una libertad creativa, ya sea técnica y/o temática, que difícilmente puede darse en el largometraje o en la serie, demasiado sujetos a exigencias económicas y comerciales. Me atrevería a ir más lejos, y a sugerir que la duración del corto, como media, son los cinco minutos. Lo suficiente como para entretener, experimentar y cautivar sin llegar al hastío. Hay demasiados cortometrajes que fracasan por intentar perpetuar una historia o un experimento más allá de lo aconsejable, sólo en los casos en lo que se tiene una historia que contar, es decir, un buen guión (Hoshi no Koe, Cat Soup..), o que éste se combine con una excelencia técnica y formal capaz de fascinar al espectador (Tale of Tales, Hotel E...), es recomendable sobrepasar este límite de duración.