viernes, 18 de marzo de 2011

JAPÓN


 
Japón vive por segunda vez bajo la amenaza nuclear. La primera fue en Hiroshima y Nagasaki hace más de seis décadas. Sufre, además, el azote de las placas tectónicas por enésima vez en su historia: terremoto de Hōei (1707, más de 5.000 muertos),  terremoto de Kanto (1923, 105.385 muertos y más de 37.000 desaparecidos), terremoto de Kobe (1995, 6.436 muertos), terremoto Chūetsu (2007, 9 muertos y 9000 heridos), terremoto de Iwate-Miyagi Nairiku (2008, 12 muertos y 435 heridos), terremoto de Shizuoka-Oki (2009, 1 muerto y 143 heridos), terremoto del sur de Japón  (2010, no hubo víctimas).  

Este archipélago compuesto de más de seis mil islas vive a merced de los elementos. El país que está a la vanguardia del desarrollo tecnológico, que ha puesto sus conocimientos al servicio de la lucha contra los movimientos sísmicos, contempla impotente cómo se suceden las catástrofes sobre su territorio. Han pasado más de tres siglos entre el terremoto de Hōei y la tragedia que nos tiene en vilo estos días; la conclusión es que los japoneses siguen estando indefensos ante la naturaleza. 

Sabedores desde tiempos inmemoriales de su debilidad, han adorado a la naturaleza como si de un dios se tratara, y han bendecido cada uno de sus elementos como una divinidad (los kami). Éste es el orígen del Shintoismo, la religión autóctona del archipiélago. Los japoneses veneran y se alían con la naturaleza. Ella los protege y les proporciona lo que necesitan, pero a veces también los castiga con crueldad, y ante su empuje, no hay mucho que se pueda hacer. 

Entre la foto que encabeza esta entrada y la que la cierra han pasado sesentaiséis años. La primera pertenece a Hiroshima y la segunda a Otsuchi. Otsuchi y Fukushima serán los Hiroshima y Nagasaki del siglo XXI. El episodio del bombardeo no fue otra cosa que el triste cénit de un gigantesco conflicto bélico que marcó un antes y un después en la historia del pueblo vencido. Las generaciones posteriores que seguimos con atención el desarrollo de la ficción narrativa japonesa (el manga, el cine, la literaura...), hemos sabido de él  a través de aquellas obras que refieren el acontecimiento de manera directa (Hadashi no Gen, Kuroi Ame... La lista es interminable) y, sobre todo, las que lo hacen indirectamente a través de la cultura de masas (para adolescentes.) Seguro que más de uno nos hemos descubierto estableciendo paralelismos entre las imágenes de los pueblos desolados por el tsunami (Otsuchi en boca de todos) y de la central nuclear de Fukushima con aquellas de muerte, desolación y amenaza nuclear de Akira, Evangelion, Doomed Megalopolis, y tantos y tantos.   

Es innegable que no pocos de los integrantes de estas generaciones tenemos un fuerte vínculo cultural y/o sentimental con Japón; aunque sea por la sencilla razón de que hemos crecido con sus héroes, con sus mitos y con sus leyendas frente al televisor; y también porque después muchos nos hemos preocupado (y afanado) por seguir alimentando (y prolongando) esta etapa de nuestra infancia (en este mismo blog, en la sección nostalgia)   

La ciencia ficción es el género por excelencia del manga-anime. Buena culpa de ello la tiene Tezuka, pero los orígenes incuestionables de esta tendencia son básicamente dos: la (forzosa) apertura a Occidente de Japón y la bomba atómica sobre Hiroshima. Se dice que el énfasis que ponen los japoneses en los invasores venidos del cielo, de otro planeta o de una dimensión paralela, proviene de la identificación de estos seres con los bárbaros extranjeros, los americanos, durante la ocupación tras finalizar la SGM; y en menor medida españoles, portugueses, holandeses e ingleses en siglos pasados. La amenaza cae del cielo como la bomba sobre Hiroshima, y Tokyo / Neo-Tokyo / Mega-Tokyo es irremediablemente reducida a escombros (el desolador final de Urotsukidoji es el epítome supremo, y Godzilla el exponente más celebre y citado). La ficción japonesa, decía, ha venido nutriéndose de estos dos acontecimientos, y Occidente los ha consumido bajo la máscara de la ciencia-ficción, del terror o de ambas, sin saber muy bien de dónde venían ni cuál era el verdadero significado.
Esta, ya digo, ha sido una de las muchas herencias de la convulsa historia japonesa del siglo XX. No es descabellado pensar que Fukushima y Otsuchi, Otsuchi-Fukushima, jugarán un papel muy similar en el presente siglo. En forma de testimonio, en forma de ficción explícita para derivar, inevitablemente, en las especulaciones de la ficcón de (sub)género. La diferencia es que esta vez tendremos una perspectiva mucho más amplia, directa y cercana, aunque siempre por encima de la barrera, quién sabe si lo suficientemente alta y distante. 

Estoy convencido de que la función del arte es sublimar la vida. Aislar, estudiar y cultivar con esmero todo aquello que nos produce dolor y alegría. Es la única manera de superar la realidad cuándo ésta se revela insuficiente o simplemente insoportable (insportablemente dolorosa, insoportablemente escasa). La sublimación conduce a la catarsis, al llanto en voz alta sin vergüenza ni consuelo. Es la mejor forma de arrancarnos de dentro el peso que nos atormenta y mirarlo directo a la cara; sin miedos, sin complejos. Al contemplarlo, nos contemplamos a nosotros mismos. Gracias al arte la vida es más soportable. 

Japón tiene por delante una dura tarea. Primero dominar, si es posible (recemos porque así sea), la amenaza nuclear; segundo la reconstrucción. Sólo cuando la vida, la propia continuidad de la especie esté asegurada, vendrá el descanso, el enjugarse la frente y la caída de los miembros agotados.  Será entonces cuando los testimonios salgan a la luz para componer el lienzo completo de la tragedia. Habrá sentimientos encontrados, recuerdos confusos, y toneladas de dolor tiñiendo y deformándolo todo. De ellos nacerán las primeras historias, las primeras ficciones, el arte... Nosotros estaremos ahí para escucharlas, y esta vez sabremos con certeza de dónde vienen, la dimensión de la catástrofe y la profundida del dolor que las alimenta. Es sólo cuestión de tiempo. 

Mientras tanto, sólo nos queda esperar que todo se desenvuelva lo mejor posible; y por supuesto ayudar. Ayudar en la medida de nuestras posibilidades.