sábado, 1 de noviembre de 2008

YUME JU-YA / KAFKA-INAKA ISHA

Gracias a Waiting for Kalki, me entero de la existencia de Yume jû-ya (Ten nights of dream, 2006), un ómnibus de cortometrajes basados en la obra homónima de Natsume Soseki, uno de los novelistas japoneses más célebres del periodo Meiji. Wagahai wa Neko dearu (Soy un gato), Kororo o Botchan son algunos de sus obras más destacadas. En castellano contamos con la traducción de la última, y con la edición de Ponent Mon del manga La época de Botchan, obra de Jiro Taniguchi y Natsuo Sekikawa, basada en el libro Meiji kenken hikyu roku (Crónica de los esfuerzos altruistas durante la era Meiji en la traducción de Ponent Mon) de Segai Ota.
El gran Soseki (¡envidiable mostacho!).

El manga es un ambiciosos fresco social, verdadera novela río, que necesitó doce años para su conclusión, y que pretende capturar el espíritu del periodo Meiji, en el que, según Sekikawa, se forja la mentalidad del Japón actual. La obra, que se toma algunas licencias históricas en aras de la ficción, es detallada y meticulosa, y conllevó un hercúleo trabajo de documentación, no sólo literaria, sino también gráfica. Aunque la lectura puede resultar un tanto tediosa e irritante debido a la gran cantidad de personajes y hechos históricos a los que se alude a lo largo de las casi mil quinientas páginas que la componen, lo cierto es que bien merece un esfuerzo. El primer volumen, centrado en la vida de Soseki, es de un alto valor literario, y no necesita apoyarse en el resto de la trama para brillar con luz propia. Sin embargo, el segundo, que se ocupa del también literato Ogai Mori y de su relación con la bailarina alemana Elise Weigert, es de una intensidad y emotividad difíciles de igualar. Probablemente sea ésta la parte más lograda de toda la historia, y sólo por ella La época de Botchan merece figurar entre una de los mejores comics de las últimas décadas. Elise, si bien un tanto idealizada, es un personaje de los que marcan época, y sus conversaciones con Mori retratan con lucidez el espíritu y el pensamiento de aquel Japón incipiente, lastrado por un fuerte complejo de inferioridad con respecto a las potencias occidentales, que observaban con escepticismo y cierto desdén el “renacer” del país del sol naciente. No me gustaría terminar esta brevísima reseña sin mencionar el pasaje que narra la muerte del también escritor Tatsunosuke Hasegawa “Shimei Futabatei”, que expira a bordo de un trasatlántico mientras contempla el sol poniente, de vuelta a sus país natal tras varios años en el extranjero. Breve y plácido, intenso e inolvidable, toda una lección de concisión narrativa y precisión dramática; o el primer encuentro de Soseki con la muerte, que culmina con un paseo imaginario acompañado por el joven Hajime Ishikawa, otro poeta de muerte temprana. Es una lástima que la obra no haya gozado de mayor predicamento en nuestro país y que haya pasado sin pena ni gloria, siendo uno de los mejores mangas que se han editado en nuestro idioma.
Retomo Yume jû-ya: el elenco de directores incluye a nombres de lo más diversos, desde veteranos como el celebérrimo Kon Ichikawa o Akio Jissoji, cuya filmografía comprende títulos tan dispares como la mítica Ultraman (su debut como director allá por 1966), Mandara o Tokyo the last megaloplis, a otros más reconocibles para el público occidental como Takashi Shimuzu, uno de los máximos exponentes del J-horror, o los menos conocidos Yudai Yamaguchi o Keisuke Toyoshima, por citar sólo algunos. Los cortos van desde lo relativamente inteligible y/o digerible, hasta la extravagancia del fragmento dirigido por Yuudai Yamaguchi, Egoism, una traslación estética y ética del anime al cine de imagen real, Fear, de Keisuke Toyoshima, un producto típico del género japonesa-con-el-pelo-vuelto-sobre-el-rostro-arrastrándose-por-el-suelo (J-horror) con ligeros toques de muñecos de goma espuma o, mi favorito, Passion, de Matsuo Suzuki, una historia de época rodada en blanco y negro, en la que un tipo con el pelo bañado en agua oxigenada y unas gafas surferas ejecuta un ritual que consiste, básicamente, en un baile robótico al son de una música electrónica, con el fin de esculpir una figura en un trozo de madera (de un solo golpe); sólo encuentro una adjetivo para definir la experiencia que me produjo la visión de esta pieza de “ficción”: planetaria.
Dejo de lado las digresiones, he traído este título a colación porque uno de los cortos ha sido dirigido por Yoshitaka Amano y porque se trata, por descontado, de un segmento animado. Un hombre abrumado por su soledad embarca rumbo al sol poniente. Esta es la historia. Obviamos señalar que los estibadores del puerto son gigantes ciegos de color azulado, que el cascarón del barco está sembrado de construcciones espigadas de aspecto semiorgánico o que un millar de torres humeantes hieren el cielo de la ciudad portuaria en la que empieza el relato. La historia comienza in media res, sin explicación alguna acerca del personaje principal ni de los motivos que lo llevan a embarcarse, ni tampoco del universo, totalmente extraño, en el que transcurre (algo bastante común al anime, siendo Haibane Renmei un buen ejemplo, y el episodio 1 de Kaiba uno de los mayores logros en este sentido). El espectador se ve arrojado en este mundo extraño donde nada es reconocible, y sobre el que pesa una atmósfera lánguida y moribunda. La escena inicial es de lo más desconcertante. Unos gigantes con el rostro oculto bajo un pañuelo tiran de unas pesadas cadenas en un escenario nocturno, industrial, portuario. Nunca sabremos quiénes son, qué hacen o quién es el protagonista.
Del corto destaca, en primer lugar, como no podía ser de otra forma tratándose de Amano, el diseño. Están los gigantes ciegos; también las torres oscuras y humeantes (las texturas, el otro punto fuerte), entre las que asoma fugazmente, como un astro luminoso, un ave de colores exóticos, un atisbo de la belleza sobrenatural que irrumpirá en la historia en la secuencia final. El protagonista, un primo lejano de D, de Vampire Hunter, y el barco en el que se hace a la mar, una reverberación de la ciudad flotante de la que desciende uno de los personajes de Tenshi no tamago. El corto parece estar diseñado más como una experiencia puramente sensorial, anímica, como ya lo fuera 1001 nights, que como una narración en el sentido clásico (un final que ofrezca respuestas a las preguntas suscitadas). La trama es apenas esbozada, en tanto que no hay una historia real, sino un sentimiento que predomina, que no es otro que la soledad. Un hombre que se siente sólo en un mundo extraño y ajeno. Loneliness no es otra cosa que la superación de la soledad, la de un hombre en un mundo de gigantes, mediante la belleza, encarnada en una descomunal bestia mitológica, cuyos colores múltiples, vivos y cegadores, contrastan violentamente con la atmósfera nocturna que envuelve el relato. Hay un plano que resume bien esta idea. Cerca del final, vemos el sombrero del protagonista flotando sobre las aguas del mar, justo en ese momento, un pez gigantesco emerge con fuerza de las profundidades, barriéndolo del encuadre. Esta imagen apoteósica es la culminación de la historia, un acto físico de gran emotividad con fuertes repercusiones anímicas. La bestia que emerge al final resquebraja el caparazón de oscuridad y languidez que se ha ido tejiendo desde el comienzo. Algo parece triunfar, aunque no está demasiado claro el qué; lo que salta a la vista es que hay un contraste, y por tanto un cambio. La fluidez de las extremidades de la bestia multicolor triunfa sobre el volumen oscuro y pesado de la embarcación de la soledad.
Hay momentos edulcorados, como la lágrima que derrama la chica misteriosa, el piano-mariposa, o el discurso lleno de indulgencia y autocompasión antes del “salto del ángel” final. Las preguntas quedan sin respuestas, probablemente porque no son necesarias; en su lugar permanece una imagen poderosa y de una belleza feroz grabada a fuego en la retina del espectador. Amano es un experto del diseño. Ha desarrollado buena parte de su labor en el campo de los videojuegos, y tal vez Loneliness acusa este aspecto en exceso. Los muñecotes, variopintos y estrambóticos, que desfilan en la secuencia del baile, remiten en exceso a otros tantos miles de personajes de juegos RPG; esto, unido a la animación, escasa, limitada, torpe, más propia de intro de juego de consola de penúltima generación, desluce en exceso el resultado final. Siendo una obra de animación, no se ha puesto el empeño suficiente en el movimiento, en su lugar, todo el esfuerzo se centra en la creación de imágenes, que no secuencias, que no movimientos, bellas, de línea estática y no fluyente, ignorando el hecho de que, en la animación, la belleza o el placer estético no sólo reside en la contemplación de una imagen compleja o bien diseñada, en la acumulación de elementos de naturaleza estática, inerte, sino también en la especulación sobre el posible movimiento de esas mismas formas (y también en la prolongación de esos movimientos en el espacio vacío, como si cada movimiento fuera un vástago, la perpetuación y la prueba palpable de la animación, entendiendo aquí “animado” como lo que se mueve, lo que está vivo, de esas líneas, figuras, formas, que en principio eran inertes, ya que no se movían, hasta que se obró el milagro animado sobre ellas, se les infundió el soplo divino de la vida; en suma, verlas nacer, reproducirse y fantasear sobre el momento y la forma de su muerte) y en la materialización del mismo, ya sea en formas que reflejen el movimiento de los seres que pertenecen al mundo real, regidos por las leyes físicas cuyos efectos vemos, de forma verosímil; ya sea dotando a seres/ objetos inexistentes la cualidad de esta verosimilitud mediante la atribución y subyugación a estas mismas leyes; o bien desafiándolas, produciendo formas de moverse, y por tanto de comportarse, y por tanto de comunicarse, y por tanto de existir, del todo ajenas e inesperadas, antinaturales, pero no por ello menos placenteras.
KAFKA-INAKA ISHA (2007) es el último trabajo de Koji Yamamura, autor del célebre Atama-Yama (2002). Me parece ésta la mejor adaptación animada de Kafka de cuantas he visto (The metamorphosis de Carolina Leaf, The hunger artist de Tom Gibbons, Mr. Samsa de los Quay y Kafka de Piotr Dumala, si bien éstas dos últimas no son exactamente adaptaciones, y todo esto sin contar con la trilogía kafkiana de marionetas de la animadora finlandesa Katariina Lillqvist, que no he tenido la oportunidad de ver). El corto comienza con fuerte barrido de cámara de izquierda a derecha; a la derecha, el paciente, al otro lado de los campos helados azotados por la nieve, el médico rural. Este plano anticipa y resume a la perfección la trama. Un enfermo, la llamada al médico del pueblo y la noche hostil que se interpone entre ambos.
Hay dos aspectos que llaman desde primer momento fuertemente la atención: en primer lugar, los dos hombres diminutos de color negro que aparecen junto al protagonista. Hay quien apunta que estas dos figuras representan la conciencia del médico. No tengo muy claro que esto sea así, lo único seguro es que la parte del texto original que corresponde a la voz del narrador (en este caso el propio protagonista, el médico), sale de su boca, de modo que revelan todo lo que pasa por su cabeza; parecen ser la encarnación de su pensamiento. Un gran acierto, ya que, de no hacerlo así, las dos únicas opciones que quedaban era eliminar esta parte del relato, el grueso del texto y donde reside su mayor riqueza, o bien usar una voz en off para materializar estos pasajes. Por el contrario, los diálogos, más bien breves, nacen de los labios del propio médico. Estos dos hombrecillos me hicieron pensar en la figura del narrador que aparece en algunas de las artes escénicas japonesas, el bunraku, por ejemplo, o incluso el mismo kamishibai, uno de los antecedentes del manga. Sé poco al respecto, así que todo esto es pura especulación, en cualquier caso, me parecen un acierto. Su aparición contribuye de manera decisiva a construir la atmósfera del cuento.
El otro aspecto es la anatomía de los personajes. Si bien los cuerpos inertes (las casas) mantienen la justa proporción en sus dimensiones, evitando la ya clásica y previsible distorsión de la perspectiva como síntoma de la locura y del ensueño, en la línea expresionista de Galigari, no ocurre así con los cuerpos orgánicos (humanos), que retuercen y alargan sus extremidades como si fueran de goma. Se resuelven en movimientos de duración variable; a veces lenta y pesadamente, como sumergidos, otras vertiginosamente, sin previo aviso, como en los sueños. Continuamente sus carnes tiemblan y se retuercen como galvanizadas, impidiendo aprehender y delimitar sus contornos. Es una suerte de epítome perverso del lema panta rei. Todo está sometido a un cambio continuo, como si una fuerza invisible y omnipotente moldeara incansablemente los cuerpos. Gracias a este recurso, queda claro que los cuerpos carnales no se rigen por las leyes de la geometría euclidiana; no estamos, por tanto, en el plano real, sino en el reino de los sueños. La impresión de los cuerpos deformados se ve acentuada a menudo con encuadres extremos, que no hacen sino acrecentar la inquietud y la incomodidad del espectador; infunden un hálito de anormalidad rayano en la demencia, que se ve apuntalado por la pátina de vaho que recubre los bordes de la pantalla, como si contempláramos la escena a través de un estrecho cristal helado. El vaho acorrala ligeramente la imagen y acota y arrincona los focos de luz; es otro agente más del movimiento, un movimiento extraño y difícil de improvisar que borda los contornos con figuras caprichosas. Todo es imprevisible, como los latigazos de los miembros del doctor, que actúan como si tuvieran vida propia. Cualquier cosa puede pasar en el estado del sueño. Los movimientos son un aviso para que estemos continuamente atentos, puesto que, ya las leyes físicas racionales no dominan este mundo, tampoco podemos esperar que lo hagan las de la causa y el efecto.
El otro generador onírico reside en la técnica narrativa. Todo sucede de improviso, sin introducción previa. Se aprecian los efectos, pero rara vez las causas. El autor escribe sin preocuparse de justificar las extravagancias y con un desdén absoluto por la verosimilitud. Las referencias espaciales son ambiguas. Las distancias físicas, que sitúan a un personaje en su entorno, lo delimitan y contienen (y nos ayudan a comprenderlo) son abolidas de un golpe, como en los sueños. Claro ejemplo es el trayecto que lleva al doctor a la casa del enfermo, magistralmente plasmada en el cortometraje. La aparición súbita del hombre en el establo o su comportamiento lascivo y brutal, impulsivo y primitivo, redundan en este aspecto. De nuevo, el equipo de animadores retrata con vigor y eficacia el mordisco en la mejilla o la forma de abalanzarse sobre la criada, tan pronto como el médico parte. De esta primera parte, destaca con luz propia la salida de los caballos del establo, que emergen arrastrándose como enormes bestias ciegas, en la que es sin duda una de las imágenes más arrebatadoras de la obra.
La segunda parte transcurre en casa del enfermo. El plano de la llegada del médico está coronado por una extraña luna oblicua. Este es el único elemento distorsionado de la imagen. La manipulación de las dimensiones es, de nuevo, bastante selectiva. La mayoría de las imágenes que desfilan en los próximos minutos están sacadas directamente del relato; no son, ni más ni menos, que una lúcida translación, que no interpretación, del texto de Kafka. Destacar, sin embargo, dos secuencias que no figuran en el original. En la primera, el médico se eleva en el cielo hasta alcanzar la luna y cruzarla con su cabeza como si de un aro se tratara. La luna muta (movimiento, alteración de las leyes naturales) en soga y el protagonista se ahorca con ella. La imagen es rica en matices y se presta a múltiples interpretaciones que aquí no vienen al caso; basta con repasar las connotaciones más tradicionales que rodean al astro en sí y asociarlas a la idea del ahorcado y, por ende, de la muerte.
La "receta". Otro atisbo onírico.
La segunda consiste en el diálogo que mantienen el médico y el paciente en la cama. Lo primero que llama la atención es que, durante la conversación, nunca llegamos a ver el rostro del emisor mientras éste habla, sino el del interlocutor, recostado de perfil sobre el lecho. Cuando el doctor lo hace, vemos al paciente; cuando le toca a éste, vemos a aquél. Aunque sin duda lo más notable es la aportación totalmente novedosa de Yamamura. Mientras el joven habla, materializa en dos ocasiones sus palabras. Cuando el paciente expresa su deseo de arañar los ojos del médico, éste desaparece y, en su lugar, encontramos un ojo recién arrancado sobre la almohada. Cuando, refiriéndose a su herida, alza en su mano una rosa exangüe, remite al momento de la historia en que el médico describe la herida del convaleciente como “una flor”. Algo similar ocurre cuando éste recuerda que su criada se ha quedado atrás a merced del individuo que le ha proporcionado los caballos. La cabeza del médico, enorme y dilatada, reverbera en un pronunciado primer plano, mientras que, en segundo plano, a sus pies, asoma la imagen mental que en ese momento le atormenta, la de la criada siendo apresada por las manos del individuo, que la arrastra fuera del encuadre; segundos después, en el mismo lugar, aparecen los hombrecillos negros (y redunda así en aquello dicho más arriba de que no son sino sus pensamientos en voz alta). Tampoco puedo pasar por alto los individuos de negro tocados con bombín (vecinos, según el relato), de andares extravagantes, totalmente “magrittianos”, que hacen acto de presencia en la casa.
Termino, para no alargarme más de lo necesario. Kafka - Inaka isha me ha parecido un auténtico logro. Una elección acertada, una de las mejores adaptaciones literarias que recuerdo haber visto en mucho tiempo, y una audacia medida y nada estridente, lejos de los recortables de Larry Jordan, los arrebatos trogloditas de Yuji Kori o los delirios vanguardistas del cine de animación polaco. Y lo mejor de todo, se puede ver aquí.