sábado, 27 de noviembre de 2010

NOSTALGIA: MUTABOR



Después de haber visto ya tres veces este Halif-Aist (El califa cigüeña en castellano), sigo sin explicarme por qué este cortometraje de dirigiera Valery Ugarov en 1981 no goza de la fama y del prestigio que se merece. El corto que nos ocupa es, junto con El cascanueces, una de las animaciones que marcaron mi infancia. Algunas de sus escenas permanecieron latentes bajo mi retina durante mucho tiempo, y no ha sido hasta hace relativamente poco, con la llegada de internet, San Google y Amazon, que he conseguido reencontrarme con ellas. Poco o más bien nada he conservado de la trama original, de la historia o de sus personajes. En el caso de la primera, apenas un puñado de imágenes de corte grotesco que me hacían presentir que la impresión que dejaron en mí no fue demasiado grata, más bien lo contrario, una extraña mezcla de terror, morbo y nostalgia.



A pesar de que algunas fuentes apuntan a su origen iraquí, lo cierto es que se suele atribuir la autoría del cuento (que puede leerse aquí) en el que se basa el cortometraje a Wilhem Hauff.  Se trata de una sencilla historia de corte fantástico con clara inspiración oriental y moralina incluida. Partiendo de ella, Anatoly Petrov, el guionista, se aleja ligeramente de la trama original para configurar una historia extraña, enigmática, de una velada tristeza. Creo que, ante todo, estamos ante una obra que destaca por su dirección artística. Se cultiva y se multiplica el "feísmo", lo grotesco, aunque siempre con una estilización tan ajena a lo vulgar que pone los pelos de punta. Incluso cuando se intenta retratar la belleza del momento bucólico, la estampa resulta bastante perturbadora. El universo de El califa cigüeña es perversamente refinado. Hay una mano sabia y cargada de talento que manipula las líneas, los volúmenes y la perspectiva en busca de ese efecto, acompañada por una partitura musical desconcertante, extraña, que sirve perfectamente a este fin. Aquí reside, en mi opinión, la fuerza de la obra, en su singularidad, que en ningún momento resulta forzada sino completamente natural, casi congénita.

Ya desde el primer momento nos pone sobre aviso la apariencia del brujo, achaparrado y jiboso; los guardias del palacio, que se asemejan a insectos prehistóricos ocultos bajo sus corazas gigantes y prominentes, e incluso los animales del jardín del califa, enormes, temibles, anacrónicos y descontextualizados. La imagen del elefante asomando la cabeza por la ventana ojival para firmar un documento, pluma en mano (o pluma en trompa) es tan insólita como estimulante; bien podría haber salido de un cuadro de Max Ernst o Salvador Dalí. Recuerdo aún con perplejidad y terror la escena en el palacio subterráneo de los brujos. En un momento los secuaces del villano desfilan ante el espectador: son seres completamente amorfos, desproporcionados, repulsivos; no hay correspondencia alguna entre sus miembros. Por si esto fuera poco, han sido animados mediante recortables (cut-out), lo que hace que sus movimentos sean torpes, sincopados, monstruosos... Su piel ceniza, de pergamino gastado, me trae al recuerdo del grabado del rinoceronte de Durero. Cuando han desfilado todos, agarran a un cocodrilo y lo someten a una terrible mutación mediante artimañas mágicas, que termina con el reptil convertido en otro secuaz amorfo y horrible. Justo en ese momento, la bestia deja escapar una lágrima gorda y pesada que resbala por su hocico mientras los brujos estallan de júbilo; la crueldad de la escena transmite un "mal rollo" bastante malsano.





 Aquí Durero, un amigo

Mención aparte merece el diseño de los escenarios. A menudo tenemos la sensación de estar ante un tapiz oriental, ya sea por la paleta de colores, por la composición de la imagen o por la violación continua de la perspectiva, que suele brillar por su ausencia. Tengo en mente también los grabados de Piranesi mientras escribo estas líneas, en concreto sus cárceles imaginarias. Las delicias de los escenarios no terminan con el palacio del califa. Cuando el protagonista, ya convertido en cigüeña, emprende su viaje en busca del castillo del brujo, asistimos a una breve secuencia, del todo inesperada aunque insertada con total naturalidad, de una belleza desconcertante. La estética da un vuelco repentino y nos encontramos de súbito ante un cuadro abocetado en el que apreciamos unas figuras de difícil identificación: una esbelta y estilizada, la otra recortada y grotesca; buen epítome de la obra en sí: un extraño poema en el que lo bello y lo grotesco conviven con total naturalidad. Este "vuelco" me trae recuerdos de aquella secuencia mágica que se inicia con un minotauro saltando a la comba en Tales of tales de Yuri Norstein. 




He aquí a Piranesi.

En otra ocasión durante el periplo, la compuertas del cielo se cierran literalmente y la cigüeña se ve obligada a apresurar el vuelo para alcanzar el confín del mundo, situado al otro lado. No menos desconcertante resulta el escenario donde se ubica el palacio de los brujos. Un paraje desértico en el que destacan un viejo árbol retorcido y seco, coronado por una enorme esfera de metal, y un pequeño vano que filtra los rayos del sol para indicar la entrada a la guarida. Justo cuando la luz solar lo atraviesa y alcanza el árbol, la bola cae y el suelo se parte en dos, tragándose la arena y a los dos viajeros con ella.   



Ya digo que la estética del corto es bastante llamativa y tal vez su mayor baza. El caso es que me ha parecido ver ecos de ella en otros cortometrajes rusos. Hay un momento en Steklyannaya garmonika (Andrey Khrzhanovsky, 1968) en que la pantalla se llena de monstruos y de seres extraños muy similares a los vistos en El califa cigüeña. Lo cierto es que Valery Ugarov trabajó como animador en el corto de Khrzhanovsky, así como en Zhil-Bil Kozyavi (1966), del mismo autor. Ambos cortometrajes exhiben una estética muy particular, y en cierto modo anticipan ya algunos aspectos, tendencias, de lo que luego Ugarov desarrollará en nuestro título, quince años más tarde. Por su parte, Anatoly Petrov, otro grande de la animación rusa, que aquí trabaja como guionista, había dirigido en 1968 Kalejdoskop 68-Begemot, protagonizado un hipopótamo de aspecto no muy direferente al de los mosntruos que hemos descrito más arriba.


Un de los "monstruos" de Steklyannaya garmonica

Sea como fuere, El califa cigüeña es una obra fuera de lo común, casi un rara avis en la trayectoria de su director, que años más tarde trabajaría en algunas producciones internacionales: Shakespeare: The Animated TalesAnimated Tales of the World o en Operavox en la que dirige la adaptación de La flauta mágica, con una reina de la noche cuya inspiración no desmerece en absoluto de lo visto dos décadas antes en Halif-Aist.

Hay otro aspecto que llama bastante la atención ya desde el principio. Al inicio del corto asistimos a una breve secuencia que no aparece reflejada en el relato original. En ella, el califa contempla embelesado el vuelo de una cigüeña (ciertamente premonitorio) en un praxinoscopio y a continuación, como si nos introdujéramos dentro del ingenio, vemos al califa acercándose al filo de un precipio en el que hay sentada una persona de espaldas, que resulta ser el propio califa, quien termina por resbalar y precipitarse en las profundidades. El significado de la escena no está del todo claro. Por un lado, esa caída puede ser un anticipo, una advertencia de lo que el protagonista está a punto de sufrir. Por otro, refleja con acierto el tipo de vida que lleva el monarca, quien observa la realidad desde la distancia, a través una ventana (la del praxinoscopio o la de palacio orientada a su jardín de las maravillas o la de la mirilla de su catalejo; el califa es esencialmente un voyeur), y que languidece presa del aburrimiento, anhelando sensaciones más fuertes, más reales; muerto de aburrimiento, tal y como nos narra el texto original, preso en su propia jaula de marfil (como el pájaro enjaulado de su aposento).



Sobre esta línea, el praxinoscopio. 

No debemos dejar escapar el elemento más importante, que no es otro que el praxinoscopio, artilugio ligado a los orígenes, no ya sólo del cine a secas, sino también del cine de animación. Este es sólo el primero de los indicadores, de los guiños cinematográficos, que jalonan el corto. Acabo de señalar que la mirilla del praxinoscopio y la ventana del palacio bien podrían apuntar en una misma dirección: ambas actúan como umbrales a otro mundo, el cinematográfico, el ficticio. Cuando el califa, convertido ya en cigüeña, aterriza en el desierto, encuentra otra ranura /ventana muy similar a la del praxinoscopio abierta en los restos de un muro derruido. Será por esta misma ventana por la que se cuelen los rayos del sol para activar el mecanismo de entrada al palacio de los brujos, y también por la que la princesa, una vez libre del maleficio, regrese a su reino, al cruzarla en sentido contrario a los rayos de sol, mientras vemos como su cuerpo se encoge hasta ser lo suficientemente pequeño, tamaño "praxinoscopio", como para pasar al otro lado y desaparecer. Más evidente que nunca se hace en este momento la naturaleza de umbral, de portal, entre dos mundos, el nuestro (¿el real?) y el otro lado, el ficticio, el cinematográfico.


Los guiños no terminan aquí: La cigüeña y el califa observan toda la escena que se desarrolla en el palacio de los brujos a través de una mirilla de proporciones muy similares a las ya descritas; es más, junto a ellos, en la oscuridad de su escondite, destaca un objeto que recuerda vagamente a un proyector, como si estuviéramos en un cine y los protagonistas fueran los proyeccionistas. Ya dentro del palacio, el brujo causante de todas las desgracias de nuestro héroe, exhibe unas enormes alas de murciélago que, iluminadas por un foco de luz (similiar al que arroja un proyector), se proyectan sobre un lienzo blanco, toda una pantalla de cine.


En la escena final, que se aleja notablemente del cuento original, nos encontramos al califa sentado en su trono, entre las ruinas de su palacio, despachando al visir para quedarse a solas de nuevo con su querido praxinoscopio, que contempla embelesado, como si fuera lo único a lo que pudiera agarrarse: ¿al cine, a la ficción, a la fantasía...? No queda del todo claro. En el texto original la princesa y el califa contraen matrimonio y tienen un final feliz, sin embargo aquí el giro resulta bastante triste, incluso cruel, con la salvedad del gesto del califa que libera al pájaro enjaulado que ya viéramos en la primera parte de la historia. Sea como fuere, el planteamiento metalingüístico está ahí, y hace de este Halif-Aist una obra peculiar, singularísima, digna de ver y de disfrutar cíclicamente.


OTRAS VERSIONES

Kalif storch (Ewald Mathias Schumacher, 1923): este corto, oscuro donde los haya, es una de las dos obras atribuidas por error a Lotte Reiniger (la otra es Der Verliefde Apotheker). Su verdadero autor responde al nombre de Ewald Mathias Schumacher, "ein praktisch unbekannter Silouettenfilmkunstler", o sea, que no lo conocían ni en su casa a la hora de comer. Poco he podido averiguar de este oscuro autor que realizó mediante siluetas, y probablemente de ahí el error de la autoría, la primera versión cinematográfica del cuento de Wilhem Hauff. Por aquel entonces Reiniger había llevado a cabo seis películas y se disponia a realizar su primer y único largometraje: Die Abenteuer des Prinzen Achmed. De Schumacher, todo lo que se sabe es esto. El corto exhibe un estilo bastante personal y un tanto grotesco en comparación con la obra de la directora alemana, mucho menos arisca y mas amable con el ojo. Destacan esos dedos afilados y largos del villano, la transformación del califa y su visir, y los escenarios de corte oriental, bordados de minuciosos arabescos y filigranas decorativas. A pesar de su irregularidad narrativa y su animación envejecida, la pelicula cuenta con algunas escenas bastante conseguidas. ¿Como verla? Se encuentra en los extras del segundo dvd de  Doktor Dolittle & andere Archivschätze




The caliph stork (Lote Reiniger, 1953-4): pertenece al grupo de adaptaciones de cuentos clásicos que Reiniger emprendió en los cincuenta para la productora Primrose. Planteado como un cuento de hadas de corte infantil, desprovisto del tono sombrío de su antecesor alemán, supera a éste con claridad en el apartado tecnico y artistico; sin embargo el corto de Reiniger se me antoja algo insípido y ñoño al lado del de Schumacher, que además puede presumir de tener la mejor escena de transfomarción de los dos, mucho más detallada e impactante que la de este The caliph stork, que pasa por ella casi de puntillas. 


Tao Tao Enhokan (1983-4): Tao Tao en España, concretamente el episodio 51, titulado El califa cigüeña. Más próximo al texto original y por tanto a las versiones de Reiniger y Schumacher. Poco más digno de mención de esta versión.