En Satoshi Kon no voy a extenderme demasiado. Alguien me comentó recientemente que Paprika le había perecido una película muy interesante. Yo le dije que eso era porque no había visto sus anteriores trabajos, que ésta no era sino la enésima repetición, el eterno retorno al mismo y único tema de un director monotemático: el binomio realidad-ficción/sueño/fantasía. Lo hizo en su debut en el largo con Perfect Blue, lo repitió en Millennium actress y, de nuevo, en Paranoia Agent, una serie hecha a base de retazos y descartes. Kon parece haber agotado sus ideas, y tan sólo acaba de empezar en esto de los largos (aunque ya han llovido trece años desde Perfect Blue). Lo más destacable de su producción lo constituyen sus dos primeras obras. Perfect Blue es fuerte, vibrante, visceral. Hay una combinación perfecta de acción e intelección. La trama avanza fluida y, aunque el delirio a veces llega a ser un tanto excesivo, cumple perfectamente su cometido. Por su parte, Millennium actress es una película más ambiciosa, elaborada y delicada. Un complejo tapiz de cuadros narrativos entretejidos finamente, con gran delicadeza. Su complejidad y ambición narrativa la coloca por encima de cualquiera de los largometrajes animados que hayan emergido en las últimas décadas (le debo un post).
De Otomo… Metrópolis es lenta y aburrida y Steamboy no es otra cosa que el delirio de un autor obsesionado con la técnica animada por encima de cualquier otra cosa. Una película que empieza a terminar a los sesenta minutos y que no termina de verdad hasta el ciento veinte no puede atesorar nada bueno. Además, los finales huelen ya demasiado: niños mesiánicos que se convierten en receptáculos de un poder catastrófico que termina por desbordarse y montar la de dios es cristo en la Tierra. Renovarse o morir. No ha hecho nada verdaderamente nuevo desde Roujin-Z ni nada mejor que Akira.
Lo dicho de Kon puede aplicarse casi literal a Makoto Shinkai. Un autor extraordinariamente dotado para la animación, para la creación de atmósferas intimistas, pero que está dando alarmantes señales de repetición ya en su segundo largo. Sin duda que es un artista con una sensibilidad muy particular, que tiene una habilidad especial para describir las relaciones afectivas entre adolescentes, el amor incipiente, pero, de momento, está en una fase que bien podría describirse de una manera burda como un traslación al futuro de Touch!!, la mítica serie dirigida por Gisaburo Sugii y basada en el manga de Matsuri Adachi. Corren nuevos tiempos, hay que ofrecer algo más.
No, no me he olvidado del estudio 4º C y de sus dos largometrajes más sonados: Mind Game y Tekkonkinkreet. Los largometrajes del estudio de Koji Morimoto (entre otros muchos brillantes animadores) han supuesto un soplo de aire fresco dentro del panorama de los largometrajes animados japoneses, no sólo por su temática, sino también por su estética, alejada del anime mainstream (no del cortometraje, pues lo de superponer rostros reales sobre cuerpos animados, como se ve en Mind Game, era algo que el mismo estudio había hecho ya en uno de sus cortos incluidos en la antología Digital Juice). Esto es bastante evidente. Pero una cosa es eso, y otra muy distinta es que Mind Game sea uno de los mejores largometrajes desde Fantasía, como se ha escrito en más de un lugar. Ya he escrito en alguna ocasión que el fracaso de los largometrajes experimentales de animación radica en trasladar la filosofía del cortometraje, el formato idóneo para la experimentación, al largo. Esta opción suele ser un fracaso, fruto de la falta de contención y de planificación del artista. Mind Game es divertida, original, refrescante, atractiva, pero llega un momento durante el visionado en que todas estas sensaciones son vencidas por el hastío de la repetición provocado por la voluntad de sorprender continuamente al espectador. Mind Game funciona como amalgama de escenas aisladas, como reunión de anécdotas animadas, de cortometrajes dentro de un largometraje, si se quiere, pero resulta bastante difícil justificar su coherencia narrativa, hay demasiados elementos dispersos y distracciones y una falta notable de coherencia. Se echa en falta un intento de unificación y concordancia entre los hechos descritos. Esto, en parte, se debe al propio espíritu de la película, anticipado ya en el título, un juego, una adivinanza; y como eso hay que entenderlo, como una pieza lúdica sin demasiadas pretensiones narrativas, como una extensión de la labor en el terreno del corto del estudio. Hasta qué punto esto es algo premeditado, o resultado de la torpeza del guión, o simplemente del que escribe para interpretar las cosas en su justa medida, es algo que se deja al lector.
En cuanto a Tekkonkinkreet, es fácil ver que tanto la temática como el estilo de Taiyo Matsumoto, autor del manga en el que se inspira, se aproximan bastante a la filosofía del estudio. Matsumoto se caracteriza por un grafismo muy particular, a medio camino entre el manga y el cómic europeo, como él mismo reconoce (no en vano pasó un esponjoso tiempo en Europa, absorbiendo influencias de los autores del viejo continente). La obra de Matsumoto ha corrido una suerte desigual en occidente. En América se publicó Black and White (Tekkonkinkreet), los dos primeros tomos de Number 5, cuya edición se vio truncada inexplicablemente, y un tomo de historias cortas titulado Blue Spring. Los franceses han sido más afortunados, como siempre en lo concerniente a la edición de buen manga. Ping-Pong (sí, un manga sobre el tenis de mesa), Number 5 (completa), Amer Béton (Tekkonkinkreet) y la novela gráfica Gogo Monster.
Sus obras son muy particulares. Sus protagonistas suelen ser adolescentes un tanto conflictivos, unidos por fuertes vínculos sentimentales (la amistad, la hermandad). Abundan los personajes desarraigados, los perdedores, los fracasados. Gusta de situar sus historias en mundos distópicos, a veces alucinados, a veces rabiosos y agresivos, y suele aprovechar esta presunta oscuridad y desamparo, la pesadez del muro de plomo que rodea a sus personajes, para introducir momentos de gran poder lírico, ese tiempo muerto, ese intersticio tan querido al manga. El mar suele ser el símbolo de la felicidad, la huida de la civilización, de la corrupción y del hombre, la vuelta a las raíces primigenias, a la naturaleza y a la inocencia perdida en el mundo deshumanizado de la ciudad distópica. Es por otro lado, un símbolo ya clásico, baste recordar el final de los 400 golpes, por citar un ejemplo de sobra conocido.
Su narrativa es desigual. No faltan los tiempos muertos, los pequeños momentos de poesía cotidiana, desmembrados en pequeñas imágenes, como si de un haiku se tratara. La contemplación de lo efímero, de lo cotidiano, capturada en una página, como pueda verse, a su manera, en Adachi o en Taniguchi, especialmente en El paseante. También están los momentos de acción si tregua, increíblemente dinámicos, como los de Ping-Pong, obra en la que queda patente que Matsumoto tiene un dominio de la página fuera de lo común, muy por encima de otros congéneres que se dedican exclusivamente al género de acción. Tiende, inevitablemente, al simbolismo, a menudo usando la alucinación y el (en)sueño como recurso narrativo. Son momentos de un cierto calado filosófico, al borde de la metafísica; tal vez lo más particular de su obra. Reflexiona, filosofa, si se quiere, pero con una combinación de profundidad y sencillez que en ningún momento resulta pesada o pedante. Todo el proceso de descripción de la relación de dependencia entre los hermanos protagonistas y entre estos y la propia ciudad en Tekkonkinkreet es verdaderamente estimulante, todo ello apuntalado, enriquecido, por las imágenes de las que se ha hablado más arriba. Es, por tanto, un autor muy personal. Su estilo está más cercano al underground, pero su capacidad para el dibujo y para planificar las escenas de acción (prodigiosas, inolvidables partidas de tenis de mesa) lo ponen a la altura, sino por encima, de lo mejor del mainstream. Su sensibilidad es única, es duro, pero también delicado, y a veces bastante profundo. Es una mezcla de estilos e influencias, como la arquitectura de Ciudad Tesoro en Tekkonkinkreet. Su narrativa se resiente por esto mismo. Sus obras no tienen la fluidez del manga clásico, avanzan a trompicones y a veces se hacen un tanto pesadas, aunque sólo sea por el hecho de que desafían las expectativas del lector de manga habitual. Tal vez ahí esté su punto débil. Sus historias no funcionan como relatos construidos hacia una resolución final, apoteósica, donde todos los cabos queden atados y todas las interrogantes resueltas. Sea esto herencia de la narrativa japonesa underground o de la propia incapacidad del autor (se me antoja lo segundo), el caso es que es una carencia bastante notable.
La lectura de Matsumoto debe ser planteada de otra forma, no como la de la narración clásica, en la que la primera línea cobra sentido al llegar a la última, sino como aquella que puede ser acometida desde cualquier página, desde cualquier punto, y que no necesita necesariamente alcanzar una resolución para ofrecer un profundo placer estético. Esto mismo puede aplicarse a la película que nos ocupa. Su adaptación es tan fiel, que incurre en los mismos errores; que es una obra llena de momentos fascinantes está fuera de toda duda, que es una propuesta arriesgada y necesaria también. Pero le falta el gracejo y la ligereza sin pretensiones de los grandes largometrajes nipones que tanto nos enamoran.
Es, en estas circunstancias, en las que a uno le invade la nostalgia y le viene aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Vuelve la vista a atrás y le viene a la cabeza La espada del Sol (un futuro post), y también se acuerda de que el año pasado se cumplió el vigésimo aniversario del estreno de Royal Space Force. Va por ella.